martes, 14 de abril de 2015

Prólogo III

Prólogo III


El verano estaba tocando su fin, pero el agua del mar aún tenía una temperatura agradable para sumergir los pies. O eso pensaba ella. Podía estar equivocada, claro. Podría estar hundiendo los pies en un agua tan fría que al poco rato acabaría por no sentirse los dedos. Pero a ella le parecía la temperatura perfecta porque no tenía nada con que compararla. Era la primera vez que veía el mar, que hundía los pies en las aguas movedizas, era la primera vez que olía la sal. Pocas cosas podían igualar la sensación de verse rodeada de un manto azul sin final, con ondulantes movimientos y con la sonriente luna creciente reflejada no muy lejos de donde bailaban sus pies. Y por si eso pudiera parecerle poco a alguien, había visto la luz. Sería más correcto decir que había visto las luces, pero en su mente y en su corazón esos infinitos puntos brillantes que se perdieron en el cielo habían encendido para siempre una única y enorme luz en su vida. Finalmente había cumplido su sueño.
Recordó entonces haber leído de niña varios cuentos sobre un famoso y carismático héroe llamado Flynn Rider. Dicho héroe había sido en secreto su inspiración y modelo a seguir durante años. Siempre había deseado ser una intrépida exploradora sin miedo a lo desconocido, que además ayudase a la gente. Pero en ese momento se acordó de una frase en concreto que concluía uno de los muchos cuentos protagonizados por Rider: “Sé soñador. Incluso si has cumplido tu sueño búscate un sueño nuevo para nunca dejar de soñar.” De acuerdo, pensó, ahora sólo tengo que buscarme un nuevo sueño. ¿Qué podría hacer? Había escapado de su torre, su hogar a la vez que su prisión, de su abusiva y manipuladora madre y de toda la vida que había conocido en sus dieciocho años. Sabía que su madre la buscaría desesperadamente y que si la encontraba su castigo sería más que severo. Por eso debía huir lo más lejos posible. Pero una vez lejos ¿qué haría? Ella se consideraba una chica inteligente, y sabía que se le daban bien las artes en general, pero también sabía que su mundo no era un mundo de jovencitas artistas, sino de hombres belicosos. Decidió que primero pondría toda la tierra (y si era posible, el mar) que pudiese entre ella y su madre, y luego buscaría un nuevo sueño, una nueva vida. Se giró hacia el oscuro bosque que se extendía más allá de los acantilados, obviamente no se veía su torre, pero trató de imaginársela sobresaliendo de las copas de los árboles y susurró “adiós”. Justo entonces, algo pequeño que flotaba en el mar, chocó suavemente con su pantorrilla medio sumergida. Entrecerró los ojos para ver mejor en la penumbra y logró visualizar un sobre grueso con algo escrito meciéndose suavemente con las olas. Su curiosidad, como casi siempre, la guió para coger el sobre antes de perderlo de vista y comprobó que la tinta no se había emborronado con el agua. Curioso, pensó. Entonces leyó lo que con caligrafía elegante ocupaba toda la cara posterior del sobre. “Rapunzel”. La joven dio tal respingo que casi cayó de la roca. Cerró los ojos, pensando que la semioscuridad le había jugado una mala pasada, y volvió a mirar el sobre. “Rapunzel”. Algo se empezó a gestar en su estómago. Algo parecido a lo que había sentido horas antes al escribirle a su madre la nota de despedida, o cuando a diez centímetros de aterrizar por primera vez sobre la hierba se había detenido para respirar hondo. Era miedo, mezclado con emoción, mezclado con más miedo y con mucha más emoción. Alzó unos instantes la vista para mirar a la Estrella Dorada, en una especie de pequeña oración en la que pedía que la guiase, y se dispuso a abrir el sobre. Leyó despacio y con el corazón en un puño las líneas escritas en tinta verde. Se mareó. Las volvió a leer:

Rapunzel Goldfaith, Princesa Real del Reino de Corona,
Me complace informarle que el próximo 1 de octubre empezará un nuevo curso escolar en el Colegio Fidgetweed, la Cuna de la Magia más Pura y Ancestral.
Este curso ha sido bendecido con muchos jóvenes con potencial mágico, y Ud. es uno de ellos. Afortunadamente las plazas en nuestro Colegio son ilimitadas.
Preséntese tan pronto como pueda en recepción para rellenar los formularios de inscripción, para ello sólamente debe escribir el nombre del Colegio en cualquier superficie lisa con el Pincel Transportador de un sólo uso que viene adjunto en el sobre y aparecerá instantáneamente a las puertas de la institución.
Esperamos que nos honre pronto con su presencia.
Atentamente,
Directora Campanilla de Cobre

Volvió a marearse. No muy segura de si era una broma miró el sobre que descansaba en su regazo, segurisima de que estaba totalmente plano, sin ningún bulto que sugeriese que había un pincel dentro. Menuda tontería, pensó. Además, ¿Goldfaith? ¿Princesa Real? ¿Qué paparruchas eran ésas? Sin embargo, cuando quiso darse cuenta había metido la mano en el sobre y sin saber cómo había sacado un pincel plateado de hebras blancas. El corazón le dió un vuelco. Trató de buscar una explicación racional, pero qué demonios, ella no era una persona especialmente racional ni analítica. Después de todo, tenía un cabello mágico que curaba, así que ¿por qué no? Volvió a alzar la cabeza para mirar inquisitivamente a la Estrella Dorada. “¿Sabes? Te estaba pidiendo que me guiases y que me dieses valor para mis futuras empresas, no que una tal Campanilla de Cobre me dijera que me esperan en una escuela de magia. Pero gracias de todos modos.” Sacó rápidamente los pies del agua, y con el pincel y la carta en la misma mano corrió por las rocas hasta encontrar una superfície que sirvese para escribir el nombre de la escuela. Llegó a una roca algo más baja que ella pero que no tenía demasiadas protuberancias, así que desdobló la carta para asegurarse de escribir bien el nombre. Al fin y al cabo el pincel era de un sólo uso. “FIDGETWEED”, escribió muy despacio parando para comprobar cada letra. El pincel no dejaba ningún rastro tras de sí, pero la roca se iluminaba casi imperceptiblemente tras cada carácter escrito. Allá voy, se dijo cuando estaba segura de haber copiado bien el nombre. Despacio, como con miedo, alargó la mano para tocar la roca. No la tocó. Su brazo atravesó la pared de piedra como si fuese sólo aire, con un cosquilleo intenso. No era una broma, realmente era mágico. No quiso pensárselo dos veces por si se arrepentía. Esta vez, se descolgaría desde el balcón de su torre y no pararía antes de llegar al suelo para asegurarse de que lo estaba haciendo bien. Esta vez aterrizaría sobre la hierba con las plantas de los pies, segura de ella misma. Cogió aire, se agachó y con los ojos fuertemente cerrados atravesó limpiamente la roca.

Cuando los abrió, supo que si ése era su nuevo sueño, sería, literalmente, un sueño. Porqué ni en sus más atrevidas fantasías oníricas había visto nada igual.



Prólogo II

Prólogo II


En el mismo lugar, yacían dormidas las dos doncellas más hermosas que aquel mundo había visto jamás. Las dos habían causado adoración, furor, envidia y odio a su paso, sin embargo no podían ser más diferentes. La primera lucía una cara fina, aristocrática, como si estuviese hecha de porcelana. Su cabello era largo y rubio y se rizaba en las puntas, enmarcando un cuerpo de sugerentes formas bajo un lujoso vestido azul. La segunda, por el contrario, aparecía toda envuelta en una gruesa capa, como si tratase de protegerse sin éxito de la muerte que la acechaba. Su cara aniñada y angelical mostraba unos labios ligeramente fruncidos, como si no estuviese teniendo un sueño agradable. Unos labios rojos como la sangre.
En el mismo lugar, dos apuestos príncipes se preparaban para dar el beso de la salvación, el beso de amor que despertaría a las doncellas de su eterno sueño. El primero se secaba el sudor de la frente. El segundo se secaba una lágrima.
En el mismo lugar, en la cima de la montaña más alta del reino, sucedieron dos milagros. Pero no sucedieron en el mismo tiempo.
-Escuchad. Cuentan que hace mucho tiempo, cuando el Gran Reino no era sino pequeños reinos enfrentados en una constante lucha de poder, en el reino más pequeño de todos nació la que iba a ser la princesa heredera. No era ninguna novedad, con tantas familias reales en el territorio nacían y morían nobles constantemente. Pero esa niña prometía ser especial, pues no una, sino tres hadas madrinas acudieron a su presentación a la sociedad. Flora, la mayor de las hadas le concedió el don de la belleza y la gracia, profetizando que sería la joven más bella que el mundo hubiese visto jamás. Fauna, el hada mediana, le otorgó el don de la voz más hermosa y melodiosa que el mundo hubiese escuchado jamás. Cuando Primavera, la más joven, iba a ofrecer su don a la princesa, irrumpió en el castillo la tenebrosa Maléfica, el hada más malvada y oscura de todos los tiempos. Por el puro placer de hacer el mal y de inutilizar los dones que las otras hadas habían concedido a la princesa, Maléfica anunció que su regalo a la recién nacida sería su propia muerte inmediata al pincharse con un huso cuando cumpliese los dieciocho años. Todos los presentes, incluidos los reyes entraron en pánico por la maldición que pesaba sobre la pequeña, pero ¿sabéis qué? Aún no estaban todas las cartas jugadas. La joven Primavera, algo inexperta aún, puso toda su voluntad en crear un contrahechizo; la princesa no moriría, sino que dormiría profundamente hasta que fuese despertada por el primer beso de amor. Pasaron los años y a pesar de las prevenciones y cuidados de las tres hadas, la princesa se pinchó el dedo con el huso de una rueca. Las tres hadas la vieron inconsciente en brazos de Maléfica segundos antes de que el hada oscura desapareciera con la princesa dejando tras de sí un eco de la risa más malvada y terrorífica. Maléfica voló hasta su castillo batiendo sus enormes alas de murciélago y se encerró con la princesa durmiente, creando un muro de espinos alrededor del castillo. Las hadas, a pesar de la tristeza que empañaba su corazón, mantuvieron la esperanza de que un apuesto príncipe o valeroso héroe venciese al muro de espinos y se adentrase en el castillo de Maléfica, en la cima de la Montaña Prohibida, pero pasaron los años y nadie parecía poder o querer romper la maldición. Los reyes envejecían cada vez más afligidos por el destino de su hija, y el reino parecía marchitarse con ellos. Las hadas, decidieron que para evitar que los reyes muriesen sin volver a ver a su bella hija, todo el reino dormiría hasta que la princesa despertase, y con ella despertarían todos. Siempre he pensado que debieron verle algo muy especial a esa joven para tomarse tantas molestias. Pasaron los años, en ese reino dormido, hasta llegar a los cien. El día que se cumplían cien años desde el secuestro de la princesa, el valiente príncipe de un reino vecino se aventuró a traspasar el muro de espinos, pues había oído leyendas sobre que en un castillo en lo más alto del Reino Dormido (como se le llamó durante esos cien años) yacía la joven más bella que el mundo había visto jamás. Siempre determinado, con su fuerte espada logró cortar una a una las ramas de espinos, pero cuando creía que ya lo había superado todo, apareció un enorme dragón que escupía veneno y que llevaba cien años hambriento del héroe que se atreviera a intentar rescatar a la princesa cautiva. Pero el príncipe no estaba solo. Las tres hadas madrinas bendijeron su espada, haciéndola pura como el corazón de su portador, y así el galante príncipe venció al horrendo dragón. El resto, como se dice, es historia. Un beso de amor verdadero, una fiesta por todo lo alto y muchas perdices para todos. Y por eso, hermanos míos, estamos hoy aquí, en la cima de lo que antaño fue la Montaña Prohibida, quién sabe cuántos siglos después, esperando un milagro.
El hombrecillo que había relatado la historia se sacó el sombrero, igual que hicieron sus seis acompañantes. Se arrodillaron frente al ataúd de cristal que le habían construido a su fallecida amiga y rogaron en silencio que sucediera lo imposible.
Lo imposible llegó siete días después montado sobre un caballo blanco. Era un galante joven de porte majestuoso que aseguraba llevar tres años buscando a la doncella de piel blanca como la nieve.
-La vi cantando mientras recogía agua de un pozo -explicó afligido-. Estaba cantando una canción, con esa voz que hacía palidecer a los jilgueros y los ruiseñores, una canción que hablaba sobre encontrar el amor. En seguida supe que hablaba de nosotros. Cuando la vi de cerca vi que sus mejillas y sus labios eran tan rojos como la sangre, del color de la pasión más pura. Llevo tres años deseando besar esos labios… Y ahora está aquí. Ya nada puedo hacer por ella. Debí haber confiado en el amor que sentí al verla por primera vez y haberle confesado mis sentimientos entonces. Ahora ya es tarde.
De los ojos azules del joven salieron dos gruesas lágrimas que centellearon bajo el sol antes de perderse en su suave mentón.
-Quién sabe -dijo el hombrecito que había contado la historia- Quizás no sea tarde aún.
-Sí -concordó otro de los hombres de mala gana-. No te digo que no lo hicieras mal, porqué lo hiciste. Y seguramente si no hubieras dejado pasar tu oportunidad, Blancanieves seguiría viva. Pero creo, y hablo por todos, que nadie puede negarte ese beso.
El chico se encogió de hombros dudoso, pero recuperó pronto su porte regio y se dispuso a besar a la joven que dormía profundamente en el ataúd de cristal.
El resto, como se dice, es historia.

 



Prólogo I

Prólogo I

La joven reina lanzó un grito de guerra que tronó por toda la llanura e hizo temblar de miedo a más de un guerrero, aunque por supuesto, nadie lo demostró. Bajo las capas de pintura azul y blanca se escondía una cara aún aniñada pero crispada en la mueca del más puro odio. Desenvainó su pesada claymore y el sonido chirriante del acero hizo que el joven caballo de tiro se removiera inquieto bajo su cuerpo. “Lo que te espera, chico”, susurró palmeando con suavidad su cuello. No era su caballo habitual, lo notaba diferente bajo sus piernas, algo más estrecho y fibroso que su Angus. Pero no había querido arriesgarse a llevarlo a la batalla. Era lo único que le quedaba en la vida y precisamente por eso lo había dejado marchar. Nada le aseguraba que fuese a salir con vida. Aún así, se propuso cortar con su Ferlinor tantas cabezas como le permitiese su caprichoso destino. Tras un “¡Arre!” que acabó convirtiéndose en otro grito de guerra, esta vez coreado por sus soldados, se lanzó al galope contra el ejército que la esperaba.
Cada vez más deprisa, cada vez más cerca, cada vez más furiosa. El estruendo de cientos de cascos de caballos galopando a la vez se confundía en su cabeza con la visión de casi mil hombres arremetiendo contra ella. El cabello pelirrojo le golpeaba la espalda con cada galopada y le acariciaba las mejillas mecido por el viento que se levantaba a su alrededor. Parecía tener la cabeza envuelta en llamas y por un momento se imaginó que así era, que infinidad de llamas le surgían del cuerpo, alimentadas por su odio, y carbonizaban sin piedad a los clanes traidores que se habían deshecho de sus padres y pretendían hacer lo mismo con ella. Frunció más el ceño y enseñó los dientes, a escasos metros del inevitable choque entre ejércitos. El odio crecía en su interior. “Quiero carbonizarlos. Quiero quemarlos a todos.” Y como obedeciendo una orden de la reina de Escocia, el fuego acudió a su llamada. Sus salvajes rizos se convirtieron en pequeñas llamaradas que le besaron suavemente el rostro y la espalda, convirtiendo su ropa en ceniza y derritiendo la pintura azul de su cara. El caballo se encabritó con un agudo relincho de dolor. La joven, desconcertada y sintiendo que se encontraba en un sueño, hizo lo único que se le ocurrió mientras, envuelta en llamas, aterrizaba pesadamente sobre la hierba. “¡A ellos!” gritó señalando a los soldados enemigos. Y al instante se encontraron envueltos en un fuego abrasador. La joven reina no se cuestionó que acababa de dirigir con la mente un incendio (que cada vez se extendía más) a sus enemigos, ni siquiera que ese incendio había nacido en su propio pelo. Sólo se levantó con cautela, ajena a los gritos de dolor de los soldados que ardían y con un solo gesto sus propios hombres pararon en seco sus monturas a esperar órdenes. “Vámonos”, le gesticuló al general, que se encargó de vociferar la orden. Ochocientos noventa y cinco soldados se dieron la vuelta y se alejaron pausadamente y en un silencio fúnebre de la llanura en llamas. En la delantera iba la reina, aún con el ceño fruncido pero sin ninguna expresión en su rostro. Sus ojos estaban vacíos. No se volteó ni una sola vez para ver el incendio que había surgido de su cuerpo. Ni siquiera le prestó atención al caballo que la había llevado hasta el campo de batalla y había sido el primer herido en una guerra que no tuvo lugar. Caminaba con la cabeza bien alta con un único pensamiento: sus padres y sus súbditos habían sido vengados. Ahora quería volver a casa.